Por: Sofía Mann de Dayán
Maestra en Psicología Clínica y Psicoterapia
Cuando mencionamos la palabra violencia, no podemos evitar pensar en golpes o palabras hirientes hacia alguna persona. Pero, en realidad, la violencia tiene diferentes manifestaciones; muchas de ellas no se ven a simple vista y van mucho más allá de lo que podemos imaginar.
En esta ocasión me gustaría tocar el tema de violencia de género; y es que, como miembros de una comunidad que tiene tradiciones ancestrales, costumbres arraigadas y roles muy definidos; este tipo de violencia está implícita en nuestra forma de vida y es tan sutil que pasa desapercibida y es normalizada por nosotros mismos.
La violencia de género es cualquier acto que hacemos contra una persona o grupo de personas en base a su orientación o identidad sexual, sexo o género, con el fin de someterla y así ejercer poder sobre ella. Este tipo de violencia nace de estereotipos y juicios preconcebidos acerca de lo que debería o no ser o hacer un hombre o una mujer.
Definir roles contundentes en base a lo que se espera de nosotros como hombres o mujeres en una familia o sociedad, es el primer paso para la generación de estereotipos, que, lejos de hacernos felices, nos limitan y someten a lo que “los demás esperan de nosotros”.
Durante muchos años nuestra sociedad ha funcionado a través de roles preestablecidos:
Como mujer algún día te casarás y tendrás tus hijos.
Tú eres hombre, debes prepararte para proveer y mantener una familia.
Ella siempre fue un poco “rara”. Claro, era gay y nosotras como sus amigas, no sabíamos.
Los que se acuestan con hombres y mujeres son bisexuales y punto.
Estas y muchas otras frases que forman parte de nuestro discurso cotidiano, nos acompañan a lo largo de la vida y van siendo introyectadas en nuestra psique, formándose ahí como “verdades absolutas” que, en un futuro, rigen nuestro actuar y pensar en la vida adulta.
¿Y si por un momento dejamos los roles de lado? ¿Si aprendiéramos a respetarnos y amarnos “sin condiciones”, sin tratar de encasillar a nuestras parejas, hijos, padres, hermanos y amigos a un rol preestablecido y los dejáramos actuar con libertad en su cuerpo, sus decisiones y su papel de hombres y mujeres? Seguramente nos enfrentaríamos a una sociedad más sana, que hace de la identidad un camino y no un destino. Un camino libre, sin ataduras ni restricciones, respetuoso de la diferencia y amoroso en su convivencia.
Reconozco que, como sociedad judeo-mexicana, tenemos miedo de soltar, nos aferramos a leyes y tradiciones que nos definen y nos han hecho mantenernos unidos y firmes. La familia es nuestro gran pilar, pero hoy la vida nos pide que seamos más flexibles en nuestra forma de educar y de entender el papel de un hombre y una mujer.
Aceptemos que una mujer puede ser lo que ella elija ser, que no necesita un hombre a su lado para empoderarse y encontrar su valor como persona, puede trabajar en aquello que le gusta y puede ser capaz de tener los logros personales y profesionales que desee.
De igual forma, un hombre que pueda elegir tener o no una familia, la edad ideal para ello, formarse como profesional, realizar tareas o hobbies que “son exclusivos para mujeres”, mostrar su sensibilidad y empatía y no cargar con el estereotipo de ser único proveedor de su mujer y sus hijos.
La vida hoy nos pide que soltemos nuestras ataduras y nos re-eduquemos. Dejemos los juicios de lado, los estándares y estereotipos, aprendamos a entender y dejemos de lado nuestra necesidad de controlar y someter al diferente. Sepamos que la violencia y el poder que ejercemos ante lo que no aceptamos tarde o temprano nos somete a nosotros mismos y nos hace esclavos de nuestras reacciones.
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